Aracne era una campesina orgullosa y, a la vez, una admirable hilandera y tejedora. Las ninfas del agua dejaban sus ríos, y las ninfas del bosque sus florestas para venir a ver cómo Aracne remojaba la lana en tinturas de color carmesí, tomaba luego los largos hilos y, con sus hábiles dedos, tejía exquisitos tapices.
-¡Ah! ¡Minerva debió de ser quien te dio semejante don! –dijo un día una de las ninfas del bosque, refiriéndose a la diosa del tejido y de las artes manuales.
Aracne echó atrás la cabeza y exclamó:
-¡Oh, no! ¡Minerva no me ha enseñado nada! ¡Todo lo que sé, lo he aprendido yo sola! – y enseguida, decidió retar a la diosa a competir con ella:
-¡Veamos quién de las dos merece llamarse la diosa del telar!
Las ninfas, ante tal cúmulo de propósitos desdeñosos lanzados contra una diosa del Olimpo llena de poder, se cubrieron la boca horrorizadas.
Y tenían razón, porque cuando Minerva se enteró de semejantes pretensiones, se enfureció. Inmediatamente adoptó la apariencia de una anciana de pelo gris, y cojeando, ayudada de un bastón, se dirigió hacia la cabaña de Aracne.
Cuando ésta abrió la puerta, Minerva, amenazándola con su dedo nudoso, le dijo:
-Si yo estuviera en tu lugar, no andaría comparándome de manera tan engreída con la gran diosa Minerva, y humildemente le pediría perdón por tus palabras arrogantes.
-¡Ridícula, tonta! –repuso Aracne-. ¿Quién eres tú para venir ante mi puerta a decirme lo que debo hacer? ¡Si esa diosa tiene al menos la mitad del poder que la gente le atribuye, que se presente aquí y lo demuestre!
-¡Aquí está ella! –anunció una potente voz y, ante los ojos de la joven, la anciana se convirtió al instante en la diosa Minerva.
Aracne enrojeció de vergüenza. Sin embargo, se mantuvo desafiante, y en forma temeraria caminó hacia su destino. -¡Hola, Minerva! –dijo-. ¿Al fin vas a decidirte a competir conmigo?
Minerva se limitó a lanzarle una mirada de fuego a la joven, mientras las ninfas, acobardadas al oír tanta insolencia, atisbaban desde detrás de los árboles.
-Entra si quieres –dijo Aracne dejándole libre el paso a la diosa.
Sin hablar, entró Minerva en la cabaña, mientras algunas servidoras se apresuraban a preparar dos telares. Luego, Minerva y Aracne se recogieron las largas túnicas y se dispusieron a trabajar. Sus veloces dedos se movían de arriba abajo, dejando a su paso arco iris de todos los colores: morados oscuros, rosados, dorados y carmesíes.
Minerva tejió un tapiz en el que se veían los doce dioses y diosas más grandes del Olimpo; pero el de Aracne mostraba no sólo los dioses y las diosas, sino también sus aventuras. Luego, la joven rebordeó su magnífica obra con una franja de flores y de yedra.
Las ninfas del río y del bosque miraban con pavor el tapiz de Aracne. Sin duda su trabajo era superior al de Minerva, y hasta la diosa Envidia, inspeccionándolo con altivez, dijo: -No hay en él ningún defecto.
Al oír las palabras de Envidia, estalló Minerva. Rasgó el tapiz de Aracne y la golpeó sin compasión, hasta que Aracne, cubierta de oprobio y de humillación, salió arrastrándose y trató de ahorcarse.
Finalmente, movida por un poco de piedad, Minerva dijo:
-Podrás vivir, Aracne, pero permanecerás colgada para siempre, ¡y tejerás en el aire!
Luego, la vengativa diosa la roció con vedegambre, de tal manera que el cabello de la joven, lo mismo que la nariz y las orejas, fueron desapareciendo. Con la cabeza reducida a un tamaño mínimo, toda ella quedó convertida en un vientre gigantesco. Sin embargo, sus dedos pudieron seguir tejiendo, y en pocos minutos Aracne, la primera araña de la tierra, tejió su primera y magnífica tela.
(Tomado de http://www.educarchile.cl )
Una historia preciosa, me encanta la mitología. Gracias por tú aporte literario. Un abrazo.
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